La gran mayoría de las actividades y negocios de los pequeños empresarios se instrumentan a través de la forma jurídica de la sociedad limitada, a la que, por lo demás, se dota de un capital social generalmente muy reducido, en muchos casos, no excede del mínimo legal de 3.000 euros. Fundamentalmente, por cuanto el inicio del negocio no requiere de inversión alguna o esta resulta casi irrelevante cuantitativamente.
Estos planteamientos iniciales del instrumento jurídico con el que inicio de su actividad, en principio, resultan perfectamente legales y legítimos, sin que deban presentar problema alguno a la hora de empezar la andadura del pequeño empresario.
Pero hay una circunstancia que no debe perderse de vista, sobre todo en estos casos en los que se decide dotar a la sociedad de un capital social mínimo. El artículo 363.1 de la Ley de Sociedades de Capital establece, como causa de disolución obligatoria, de las sociedades mercantiles las “pérdidas que dejen reducido el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad del capital social”. Los siguientes preceptos de dicha Ley obligan a los administradores de las sociedades incursas en cualquier causa de disolución a convocar la junta general de la sociedad para, restablecer este desequilibrio patrimonial, instar la disolución de la sociedad o, si esta se encontrara en situación de insolvencia, a instar el concurso de acreedores. El incumplimiento de esta obligación se proyecta en la atribución a los administradores sociales de la responsabilidad personal e ilimitada por las deudas de la propia sociedad posteriores a la producción de tal situación de desequilibrio.
En otras palabras, aunque existen otros componentes, las magnitudes habituales en las pequeñas sociedades mercantiles que integran su patrimonio neto (del balance) son, por un lado, el capital social, y, por otro, los resultados (beneficios o pérdidas del ejercicio y de ejercicios anteriores).
Si tenemos en cuenta que en muchas ocasiones el inicio de las actividades y negocios resulta deficitario económicamente, por circunstancias evidentes (inversiones iniciales, gastos financieros, ausencia de clientela, falta de implantación comercial…), no tiene nada de particular que, durante el primer o incluso primeros ejercicios económicos de la actividad, la sociedad arroje y acumule pérdidas de explotación.
Si esta sociedad con pérdidas iniciales no se ha dotado de un capital social de cierta entidad cuantitativa, nos encontraremos con que esas pérdidas pueden superar fácilmente ese 50% del capital social, y, por ende, con una patrimonio neto inferior a la mitad del capital social; con lo que, de modo inesperado, se encontrará en causa legal de disolución, y obligará a los administradores a restablecer mercantil y económicamente la situación de desequilibrio patrimonial, o a instar la disolución o concurso de la propia sociedad. Y ello, en el mejor de los casos, lo más habitual será que tal situación pase inadvertida para los administradores, resultando inconscientemente responsables, ex lege, de la totalidad de las deudas sociales incurridas tras la producción de la situación de desequilibrio.
Es por ello, que, en muchos casos, conviene dotar inicialmente a la sociedad con un capital social de cierta entidad económica, más allá del mínimo legal de los 3.000 euros, a fin de evitar encontrarnos en desagradables situaciones de responsabilidad personal, cuando precisamente lo que se ha pretendido con la constitución de la sociedad mercantil es limitar dicha responsabilidad al patrimonio social, sin riesgo del de sus socios o administradores.
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